
En abril de 1849 Fiódor Dostoievski, con otros veintisiete jóvenes, era detenido y acusado de «crímenes contra la seguridad del Estado»; unos meses después, se le sometía a un simulacro de ejecución, y finalmente a una condena de ocho años de trabajos forzados en Siberia. En 1862 aparecería en forma de libro Memorias de la C_asaM_uerta, el recuento autobiográfico de sus experiencias en presidio, presentado, bajo una ficticia primera persona, la del «difunto» Alexánder Petróvich Goriánchikov. Este hombre, noble e instruido, que jamás ha trabajado, se encuentra de pronto privado de libertad, obligado a los esfuerzos más penosos, rapado y encadenado, en compañía de montañeses, bandoleros, asesinos, presos políticos y mendigos. Decía Volkoff que si un ruso no conoce a ciencia cierta la autoría de un texto de alta calidad literaria siempre se lo atribuye a la pluma de Pushkin, escritor nacional por excelencia, a fin de no evidenciar una triste carencia de conocimientos. Pues bien, a propósito de Memoria de la casa de los muertos, fue Tolstoi, otro grande, el que sentenció que "no existe libro mejor en toda la nueva literatura, incluyendo a Pushkin", comentario que confirma tanto su audacia como la calidad de la presente novela. Concebida, como dice su autor, "para representar con la mayor exactitud el cuadro del presidio, con todo lo que hube de soportar en él durante tantos años", se sumerge en la más poética de las circunstancias, haciendo de su sufrimiento un vehículo de análisis que permite penetrar, como pocas veces se ha hecho, en las profundidades del alma. Y es que en esto, Dostoyevski se ha revelado como un genio capaz de alcanzar las simas más profundas y las cumbres más altas del ánimo y del espíritu humano. De carácter vivo y curioso, ora atormentado, ora sorprendido ante el comportarse de sus semejantes, este escritor ruso tuvo el acierto de plasmar sobre el papel aquello que muchas veces sentimos pero no siempre logramos concretar.