Después de una vida de excesos, marcada por la voluptuosidad y el desacato, Charles Baudelaire se ha convertido en un cuarentón deslucido y abrumado por la estupidez de sus semejantes. La enfermedad le acosa y las deudas de agujerean los bolsillos; el tiempo se le escapa, pero él no se desanima: quiere trabajar más y rezar todas las noches, quiere dejar de lado los estimulantes y no sucumbir a la mediocridad, quiere darle la vuelta a su condena. Sigue pensando que la vida es horror y es éxtasis y que, en pleno espejismo del progreso occidental, el mundo sigue estando gobernado por ineptos. Aunque todavía no ha conseguido levantar el clamor del público, sigue defendiendo sus ideas: "Ser un gran hombre y un santo para sí mismo, he aquí la única cosa importante". Fiel a sí mismo, mantiene una mirada cruda y acerada sobre sus contemporáneos, y su estética de lo deforme, de lo amargo, vertebra cada uno de sus pensamientos. La preclaridad de su mirada, la turbiedad de sus instintos le llevan a anotar sus ideas para crear con ellas unas confesiones que hagan sonrojar a los vulgares, a las almas momificadas que pueblan el mundo. De ahí salen estos dos diarios íntimos, "Mi corazón al desnudo" y "Cohetes", obras póstumas que Baudelaire escupe al mundo con la intención de demostrar que la nobleza espiritual también puede inspirar el "asco y el horror universales".